ANGEL EN LILA

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miércoles, 25 de abril de 2007


EDUARDO GALEANO


Disparen sobre Rigoberta


¿Guatemala? ¿Centroamérica? En el centro de América, está Kansas. Guatemala no figura en el mapa de los medios masivos de comunicación, que fabrican la opinión pública mundial. Sin embargo, oh milagro, una mujer guatemalteca, Rigoberta Menchú, está ocupando, en estos últimos tiempos, bastante espacio. No por lo que ella denuncia, desde el país que viene de padecer la más larga y feroz matanza del siglo XX en las Américas: Rigoberta no es la denunciante, sino la denunciada. Una vez más, como es debido, las víctimas se sientan en el banquillo de los acusados.
Los gases de la infamia
Desde los Estados Unidos, faltaba más, se ha desatado esta nueva guerra química de intoxicación masiva.
La cosa empezó cuando un antropólogo norteamericano consagró 10 años de su vida a la investigación de las contradicciones de Rigoberta y la responsabilidad de la guerrilla en la represión que los indígenas han sufrido. «Vino a Guatemala, a estudiarnos como si fuéramos insectos», comenta el escritor Dante Liano: «En su libro invoca testigos y archivos. ¿Qué archivos hay sobre la guerra reciente? ¿Le abrió sus archivos el ejército?». Hace poco tiempo, el diputado Barrios Klee intentó consultar esos archivos, y apareció con un tiro en la cabeza. El obispo Juan Gerardi, que también lo había intentado, terminó con el cráneo partido a golpes de piedra.
The New York Times dio difusión mundial al asunto. El diario confirmó y publicó las conclusiones del antropólogo: el testimonio «Yo, Rigoberta Menchú», publicado hace veintipico de años, contiene «inexactitudes y falsedades». Por ejemplo, el hermano de Rigoberta, Patrocinio, no fue quemado vivo: fue fusilado y arrojado a una fosa común. O, por ejemplo: «Ella asistió, durante tres años, a un colegio privado», lo que suena a internado suizo, pero se refiere a una escuelita de Chichicastenango. Y así por el estilo, otros pelos en la leche.
Cortina de humo
A partir de allí, ardió, en reguero internacional, la pólvora. Súbitamente, se han multiplicado las voces que hablan de escándalo, que llaman mentirosa a Rigoberta y que, de paso cañazo, desautorizan al movimiento de resistencia indígena que ella expresa y simboliza. Con sospechosa celeridad, se está elevando una cortina de humo ante 40 años de tragedia en Guatemala, mágicamente reducidos a la provocación guerrillera y a los líos de familia, esas «cosas de indios».
No tuvo la misma repercusión, por cierto, el voluminoso y documentado informe de la Iglesia, elaborado por la comisión que el obispo Gerardi presidió, y que fue difundido el año pasado, dos días antes de su asesinato. Miles de testimonios, recogidos en todo el país, fueron juntando los pedacitos de la memoria del dolor: 150 mil guatemaltecos muertos, 150 mil desaparecidos, un millón de exiliados y refugiados, 200 mil huérfanos, 40 mil viudas. Nueve de cada 10 víctimas eran civiles desarmados, en su mayoría indígenas; y en ocho de cada 10 casos, la responsabilidad era del ejército o de sus bandas paramilitares. El informe habla de la responsabilidad directa, la responsabilidad de los títeres pagados. Sobre la otra, la de los titiriteros pagantes, bien valdría la pena que los Estados Unidos enviaran a todos sus antropólogos, y The New York Times movilizara a su cuerpo entero de redacción, para investigar el asunto. Pero el Pentágono y la Casa Blanca bien pueden silbar y mirar para otro lado: los norteamericanos no tienen la más puta idea de dónde queda este país, Guatemala, de nombre pintoresco y difícil de pronunciar.
El Nobel y ella
La campaña contra Rigoberta llegó hasta Oslo. Ya hay quienes exigen que devuelva el Nobel, o que se lo quiten. El premio está dado y bien dado, ratificó el Comité noruego: «Los detalles invocados no son esenciales», declaró su vocero.
Bueno fuera. El Nobel de la Paz, que Rigoberta ganó en el 92, no sólo fue la única conmemoración decente y justa de los 500 años de eso que llaman Descubrimiento de América, sino que, además, resultó un buen plumerazo para un premio que necesitaba una limpieza. El Premio Nobel de la Paz venía cargando mucha mugre desde 1906, cuando se lo dieron a Teddy Roosevelt, quien a los cuatro vientos proclamaba que la guerra purifica a los hombres, y más sucio fue quedando, con el paso del tiempo, cuando fue recibido por otros jefes guerreros, como, por ejemplo, Henry Kissinger, quien debe al mundo muchas muertes y ha sido el papá de Pinochet y otros monstruitos. Patas arriba: el mundo al revés discute ahora si Rigoberta merecía ese premio, en lugar de discutir si ese premio la merecía.
El país y ella
Los indígenas son mayoría en Guatemala. Pero la minoría dominante los trata, en dictadura o en democracia, como Africa del Sur trataba a los negros en tiempos del apartheid. De cada seis guatemaltecos adultos, sólo uno vota: los indios son buenos para atraer turistas, para recoger las cosechas de algodón y de café, y para servir de bestias de carga a la economía nacional y de blanco de tiro al ejército. «Pareces indio», dicen los mandones, que se creen blancos, a los hijos que se portan mal. Esa «sociedad guatemalteca» recibió al noticia del Nobel como un balde de agua fría. «India relamida», llaman a Rigoberta, desde entonces, las voces del despecho, y también: «india igualada». Y ahora: «india mentirosa».
Ella se ha salido de su lugar, y eso ofende. Que Rigoberta fuera india y mujer, vaya y pase, y allá ella con su doble desgracia. Pero esta mujer india resultó rebelde, imperdonable insolencia, y para colmo cometió luego la barbaridad de convertirse en uno de los símbolos universales de la dignidad humana. A los poderosos de Guatemala y del mundo, este desafío no les gusta ni un poquito.
El tiempo y ella
Rigoberta viene de una familia aniquilada, de una aldea arrasada, de una memoria quemada. Ella ha pasado los primeros 20 años de su vida cerrando los ojos de los muertos que le han abierto los ojos. El escritor vasco Bernardo Atxaga le preguntó:
—¿Cómo puedes ser tan jodidamente alegre?
—El tiempo —respondió—. Desde chiquitos, nos educan para entender el tiempo como tiempo que no termina nunca, aunque el tránsito por el mundo sea muy corto.
Está escrito en uno de los libros sagrados:
—¿Qué es una persona en el camino? Tiempo.
Rigoberta es hija del tiempo. Como todos los mayas, ha sido tejida por los hilos del tiempo. Y ella suele decir:
—El tiempo teje despacio.
A la larga, lentamente, el tiempo decidirá qué es lo que vale la pena recordar de todo esto. El paso de los días y de los años irá separando la paja del grano. Quizás el tiempo olvide que Rigoberta Menchú recibió un Premio Nobel, pero seguramente el tiempo no olvidará que ella recibe, cada día, en las sierras indígenas de Guatemala y en tantos otros lugares, un premio mucho más importante que todos los nóbeles: el amor de los indignados y el odio de los indignos.
Quienes apedrean a Rigoberta, ignoran que la están elogiando. Al fin y al cabo, como bien dice el viejo proverbio, son los árboles que dan frutos los que reciben las pedradas.

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